Analizamos los acontecimientos ocurridos alrededor de las protestas por el encarcelamiento de Pablo Hasel en este artículo de uno de nuestros militantes.
Espontaneismo, violencia y marginalidad
El encarcelamiento de Pablo Hasel ha desatado una serie de disturbios callejeros que merecen ser analizados porque, no por novedosos, dejan de darnos enseñanzas sobre una manera de actuar y entender la ‘lucha de masas’ totalmente errónea. Desde el mismo momento del anuncio de su entrada en prisión, se organizaron movilizaciones “contra el Estado fascista”, “por la libertad de expresión” o “contra el capitalismo”. Si bien estas proclamas son lo suficientemente genéricas como para abarcar a gente diversa, lo cierto es que a la vanguardia del movimiento se han puesto elementos del ámbito ‘antifa’ y ‘antisistema’ cuyo trabajo, desde la marginalidad, se caracteriza siempre por la espontaneidad, el aventurerismo y cierto culto a la violencia.
Es importante apuntar que muchas de las personas que han participado en las movilizaciones lo han hecho empujadas, no ya por el Caso Hasel, sino por el hastío que les producen sus condiciones materiales de vida (pobreza, explotación, opresión) y por todos los problemas estructurales del régimen del 78 que siguen sin resolverse. Lamentablemente, han salido a la calle a protestar a golpe de consigna vacía, sin unos objetivos políticos claros y sin el nivel de organización necesario que permita acumular fuerzas y avanzar cualitativamente. Cualquier lucha debe tener a la clase obrera como sujeto revolucionario y no tanto a determinados individuos, con independencia de su forma de actuar y sus mayores o menores méritos.
Por otro lado, este tipo de movilizaciones son un campo propicio para que actúen ciertos elementos anarquizantes, “izquierdistas”, incluso criminales y hasta provocadores policiales con el objetivo de empequeñecer la lucha y llevarla a derroteros más convenientes al capital. Quemar contenedores y romper escaparates no es de por sí revolucionario ni hace temblar los cimientos del capitalismo. Al contrario, supone avanzar, precisamente, por el camino del ‘lumpenaje’ y la degeneración marcado por el propio régimen mediante sus medios de comunicación; esto, a su vez, no deja de ser cierto porque los elementos que se mueven como pez en el agua en tales “desórdenes” los tengan idealizados hasta el punto de considerarlos santos, puros e inmunes a la provocación (o, peor aún, se complazcan en dicha provocación porque ésta aparece infaliblemente, sin que ello les haga pensar un poco).
En las protestas se enarbola la bandera de la lucha contra el Estado y el sistema. Pero lo cierto es que cuando se apague el fuego y vuelvan a sus casas, no va a quedar nada más que represión en contra del pueblo y la clase obrera y el desafecto de esta a todo lo que huela a transformador, amén de toda la propaganda contra lo realmente revolucionario.
Las tres características que comentaba al principio son propias de movimientos ajenos totalmente a los intereses de la clase obrera. Tendrán otros. Pero no los de la mayoría. Por eso creo que es interesante definirlos un poco y fijar una posición respecto a ellas.
Sobre el espontaneismo
La primera de ellas, el espontaneismo, supone llamar a movilizarse porque sí. A aguantar la represión porque sí y a llevar a cabo destrozos de mobiliario y saqueos porque sí. Después, la nada. No hay un programa político que unifique la lucha y la haga avanzar, ni en calidad, ni en cantidad. Este es el marco propicio para provocadores y lumpen variado.
Alguien puede decir, con razón, que la lucha espontánea puede canalizarse y elevar su nivel. Yo sostengo que esto solo es posible si existiera el Partido Comunista. El partido de vanguardia es el único capaz de recoger unas algaradas espontáneas y encajarlas en la lucha general contra la burguesía y su régimen.
Por eso defino el espontaneismo como la puesta en práctica del oportunismo ultraizquierdista pseudorevolucionario.
Estos, en base a la existencia de unos elementos objetivos -la opresión, la represión o la explotación-, esperan que, parapetados tras la agitación y la movilización permanentes, las masas tomen conciencia de su situación y se lancen contra el Estado como máximo exponente de sus males, radicalizándose cada vez más. Generalmente, aunque no siempre, su actividad suele derivar en violencia.
Pero este esquema es totalmente falso y solo conduce a la derrota y la desmovilización. Ni el capitalismo, ni sus consecuencias, van a desaparecer mediante un voluntarismo idealista alejado de cualquier análisis materialista de la realidad. El Estado no va a torcer el brazo porque unos cuantos ‘antisistema’ ocupen la vía pública destrozándolo todo a su paso. Tampoco porque una sopa de siglas salga a la calle tras una pancarta con un texto exigiendo la liberación de Pablo Hasel o algo mucho más importante. Hace falta más.
Para llegar al punto de confrontar en las calles con el propio Estado debe darse una toma de conciencia de clase mucho mayor. Esto solo es posible mediante la acción colectiva de la clase obrera convirtiendo sus ideas en fuerza material; actuando en los planos económico, político e ideológico.
Para salir a la calle para algo más que tirar cuatro piedras y prender unos contenedores es necesario organizarse, dotarse de unos objetivos y de un programa político que oriente el trabajo. Algo totalmente opuesto al discurso del ‘sinpartidismo’ tan propio de la ultraizquierda que como vemos niega a la clase obrera como sujeto revolucionario a la hora de llevar a cabo movilizaciones en su nombre.
Contra el aventurerismo
Este espontaneismo -desorganizado, sin objetivos y sin un sujeto revolucionario- entronca con la tendencia característica del movimiento ‘antifa’ y ‘antisistema’ desarrollado durante los últimos veinte años, si no más: el aventurerismo. Esta tendencia consiste en presentar la batalla contra un enemigo más poderoso y mejor preparado sin tener la más mínima opción de victoria. No puedes enfrentarte a los perros de presa del Estado, con todos sus pertrechos y entrenamiento, con voluntarismo, piedras y dos o tres consignas inocuas. Atendamos a la experiencia de uno de los fundadores del socialismo científico, Friedrich Engels:
“La insurrección es un arte, lo mismo que la guerra o que cualquier otro arte. Está sometida a ciertas reglas que, si no se observan, dan al traste con el partido que las desdeña. Estas reglas, lógica deducción de la naturaleza de los partidos y de las circunstancias con que uno ha de tratar en cada caso, son tan claras y simples (…). La primera es que jamás se debe jugar a la insurrección a menos que se esté completamente preparada para afrontar las consecuencias del juego. La insurrección es una ecuación con magnitudes muy indeterminadas cuyo valor puede cambiar cada día; las fuerzas opuestas tienen todas las ventajas de organización, disciplina y autoridad habitual; si no se les puede oponer fuerzas superiores, uno será derrotado y aniquilado. La segunda es que, una vez comenzada la insurrección, hay que obrar con la mayor decisión y pasar a la ofensiva. La defensiva es la muerte de todo alzamiento armado, que está perdido antes aún de medir las fuerzas con el enemigo. Hay que atacar por sorpresa al enemigo mientras sus fuerzas aún están dispersas y preparar nuevos éxitos, aunque pequeños, pero diarios; mantener en alto la moral que el primer éxito proporcione; atraer a los elementos vacilantes que siempre se ponen del lado que ofrece más seguridad; obligar al enemigo a retroceder antes de que pueda reunir fuerzas; (…)”
[Revolución y contrarrevolución en Alemania, 1852]
Empecemos por el principio. ¿Están los confabuladores preparados para las consecuencias de su aventura revolucionaria? No. Porque no hay nada que pueda continuar y elevar la lucha. Pensemos en toda aquella ciénaga del 15M, cómo devino en Podemos y a qué se dedica ahora el partido asaltador de cielos.
Segundo. ¿Está preparado todo ese movimiento para una movilización sostenida en el tiempo? No, no lo está. ¿Qué éxitos ha cosechado o espera cosechar? Ninguno, al menos ninguno positivo. Y lo más importante, ¿Espera atraer a su lado a los elementos vacilantes de la población? Esos elementos, además de estar influidos por la propaganda del régimen, solo ven desorganización y violencia gratuita por parte de dicho movimiento. Es poco probable que nadie quiera avanzar hacia esta otra ciénaga.
El culto a la violencia
La cuestión de la violencia no debe observarse desde un punto de vista moral. Esta tiene causas objetivas, siendo la principal que vivimos en una sociedad dividida en clases sociales y que es necesaria para el mantenimiento del statu quo. Por eso, quien más violencia ejerce es la burguesía a través de todos los resortes de su Estado, principalmente la policía.
La violencia tiene un componente de clase innegable. Tarde o temprano la clase obrera deberá recurrir a ella en toda su extensión para derrotar a la burguesía organizándose, en último término, en forma de Ejército.
Hace tiempo que en Euskal Komunisten Batasuna tenemos claro lo siguiente:
No renunciamos a la guerra revolucionaria porque el Estado burgués, llegado un punto, se defenderá por todos los medios, incluido el fascismo y la guerra, y será imposible superar este estadio si el pueblo no está organizado en armas.
[Algunas tesis sobre la paz, el Ejército popular y ETA, 2011]
Pero cualquier persona con dos dedos de frente sabe que esto es imposible llevarlo a cabo sin una organización de vanguardia, sin que las masas tomen conciencia y sin que estas se organicen. “La posibilidad de vencer depende de las condiciones materiales (militares, políticas, económicas, naturales). Es necesario un análisis certero de estas condiciones: este análisis y su acción victoriosa son imposibles fuera del marxismo-leninismo” [ídem.]
Y aquí es donde entran en juego los apóstoles del culto a la violencia que hemos visto actuar estos días, como ya los vimos en otras ocasiones.
La violencia revolucionaria no es violencia individual, lumpen y anarquizante. Los ultraizquierdistas sitúan la violencia como acicate y la utilizan como un fin en sí misma. Los comunistas como algo eventualmente posible y siempre organizada y apoyada por amplias masas. La violencia, en todas sus formas y grados, solo se entiende en el marco de la lucha de clases
En efecto, la violencia individualista, desarrollada al margen de las masas –las cuales están en sus casas, mayoritariamente- es campo abonado para la provocación, la infiltración policial y fácilmente aplastada cuando convenga a los intereses del capital. En el caso concreto que nos ocupa, mientras el paro y la pobreza avanzan en el país, la clase obrera está viendo por televisión cómo diversos grupúsculos se dedican a comportarse como bestias irracionales.
Es más, gracias a los amantes del culto a la violencia, cuando la clase obrera organizada ejerce hoy su legítimo derecho a la violencia en forma de huelgas, piquetes y movilizaciones, la burguesía lo tiene mucho más fácil para criminalizarla y romper así cualquier atisbo de solidaridad de clase.
Por eso el culto a la violencia es una desviación oportunista de ultraizquierda que debemos denunciar y combatir.
Apunte sobre masas y antifascismo
EKB participó hace unos días en un debate organizado por la Asociación Volver a Marx bajo el título ‘Sobre el momento de la lucha de masas antifascista’, iniciativa desarrollada al calor del Caso Hasel. En él expusimos el análisis que ya hicimos en 2009 sobre este fenómeno, al que asignábamos cuatro características: falta de unidad; falta de objetivos claros; escasa participación de las masas; y marginalidad, propia e inducida.
Estas cuatro características están hoy en día de plena actualidad con todo lo que envuelve las protestas por el Hasel. Creo importante fijarnos en las dos últimas. Sin duda, las masas no participan hoy en día ni en el movimiento antifascista –que no existe como tal en la práctica, solo la pose ‘Antifa’-, ni en las protestas por Pablo Hasel.
En cuanto a la cuarta, la marginalidad, esta viene impuesta por la anterior característica, pero también por la propia actitud del ambiente ‘antifa’ ante la sociedad, la gente normal, otros sectores y ante las propias masas. Este, en lugar de “ir a todas las clases”, como decía Lenin, prefiere mantenerse en su gueto alternativo en lugar de mimetizarse con el entorno.
Si bien es preciso mostrar la mayor firmeza y determinación en la lucha contra el fascismo, no por ello toda consigna incendiaria es correcta, y menos aún siempre y en todo lugar. Todo lo aquí dicho nos lleva a “normalizar” el movimiento antifascista.
[Antifascismo: De la marginalidad al movimiento de masas. 2009]
Normalizar el antifascismo supone ampliar su base de apoyo, su eficacia y su actividad. Porque junto al fascismo, encontramos un fascismo ordinario más peligroso hoy en día. Por eso el antifascismo, debe convertirse en antifascismo ordinario. Esa es la diferencia entre ser un movimiento marginal y un movimiento de masas.
*Alberto Cebrián es periodista y militante de Euskal Komunisten Batasuna